MIS LÁGRIMAS DESDE EL SEPULCRO DE JESUS
(parte 1)
Por: Eliécer Vásquez Q.
A propósito de mi conversión en Jerusalén
La santidad y el misticismo que emanaban del lugar me sobrecogieron e impregnaron de una felicidad indescriptible, inmediatamente se apoderó de mí, una extraña sensación de nerviosa armonía e inquieta tranquilidad. Este lugar era verdaderamente santo, humilde y sencillo, arropado por la perfección mística de la ciudad eterna, un lugar de ensueño iluminado por unos imponentes candelabros cuya suave luz dorada brillaba en mi interior como una gran luciérnaga entre el tupido cortinaje angelical de una cueva sin ruidos y sin luna.
Un verdadero remanso de amor y
paz infinita, mi primera reacción fue simplemente pararme frente al sepulcro,
pero una fuerza superior e incontrolable me hizo arrodillar y guió la palma de
la mano derecha sobre la loza de mármol cálida y grisácea que cubría el santo
sepulcro.
Sentía que mis fuerzas se
debilitaban, pero una debilidad augusta y requerida, una sensación de vacío,
armonía y paz infinita me obligó a arrodillarme ante el sepulcro de Jesús. Mis
manos estaban frías, pero sudaban y de
mis dedos empezaba a elevarse una energía que parecían ser inyectadas con punzadas y llenaban
lentamente todas las células de mi ser.
Esta energía vital me recorría el
cuerpo en forma de hormigueo centímetro a centímetro. De mis ojos brotaban
constantes, intensas y angustiosas lágrimas surgidas de lo más recóndito y
profundo del corazón.
Los minutos que podía permanecer
en el recinto se me hacían horas y por mi mente se proyectaba mi vida pasada en
una asombrosa sucesión de imágenes en cámara rápida que hacía fluir mis
lágrimas como un niño, empezaba a escuchar en el silencio del silencio, el
profundo sonido de una voz. Mi corazón se estremecía ante el horror y el peso
del pecado.
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